En el crucifijo

Mi familia era rica, poderosa.

Así, cuando decidí ser sacerdote, me liberaron de algunas de mis funciones sacerdotales.

Cuando accedí a ser director de un burdel, debido a mi formación eclesiástica, me liberaron de algunas de sus funciones.

Al adquirir el rango de guardabosques me liberaron de algunas de sus funciones.

También sucedió cuando decidí ser ama de casa, músico errante, esclavista, jinete.

El enorme crucifijo de madera se construyó en 3 meses. A sus 30 metros resultaba ridículamente inestable.  El Cristo era de mármol turco y su color púrpura era intolerable. Las gigantescas ruedas que quedaban a sus pies provocaban un irritante vaivén que, a trescientos metros de distancia, generaba hilaridad en los habitantes de los pueblos que iba cruzando. Los cuarenta esclavos que tiraban y tiraban de las cuerdas atadas al crucifijo no tenían tiempo para ver que, a cada metro que avanzaban, los movimientos del crucifijo se iban haciendo más violentos.

Al fin se divisaron las majestuosas puertas de la Ciudad. Rodeadas por una muralla de más de cuarenta metros de altura, resultaban intimidantes para cualquier ser humano. Pero no lo eran para un Cristo púrpura bamboleante. Los habitantes de la ciudad ya empezaban a salir de sus casas, expectantes. Se sentaban en sillas de cáñamo. Querían ver su salvación, pero de tanto mirar al cielo se quemaron los ojos y se pusieron vendas blancas. Así que empezaron a picar los pies contra el suelo, aplaudir y gritar. Los sacerdotes abandonaron sus obligaciones cotidianas para sumarse a la gran masa ciega que aullaba en la calle.

Yo venía de otra ciudad, dispuesto a profanar su templo. Estaba escondido dentro, liberado de cualquier obligación. Al oír los gritos, mi cuerpo salpicó de la emoción el interior de madera del crucifijo.

Las puertas se abrieron y retumbó un grito atronador. Los esclavos arrastraron el monstruo púrpura al interior de la ciudad. La gente levantó las manos, los sacerdotes quedaron ciegos de tanto mirar el sol. En un último alarde de majestuosidad, el crucifijo de mármol púrpura y de madera, encima de las gigantescas ruedas de madera, intentó mantener el equilibrio, pero fracasó. La cruz cayó encima de la gran masa ciega, que seguía gritando. Los muertos salpicaron a los vivos, y los supervivientes empezaron a llorar al oír el terrible crujir de madera y mármol. Con la boca abierta y los ojos vendados tragaron polvo y  arena, y masticaron y crujieron sus mandíbulas.

Iba a salir del crucifijo, pero mis orígenes me liberaron de la obligación de abrir la puerta de acceso. De tan grande que era mi riqueza, incluso los ciegos crujientes se apartaban de mi camino. Quería llevarme cuerpos aplastados al interior del templo, pero no tuve que subirlos a un carro: lo hicieron por mi. Cuando llegamos, profané su templo fornicando con cadáveres, pero a nadie le importó.

Yo morí unos días más tarde, cuando un crucifijo de mármol gris azulado de más de sesenta metros de altura penetró en la ciudad. Sus habitantes profanaron su templo y sodomizaron mi cadáver.

Pero ellos también morirían un mes después, al salir del suelo, en medio de un gran terremoto, un grotesco crucifijo astillado de más de ciento veinte metros de ancho y seiscientos de altura que coronó la ciudad durante milenios. Los pocos habitantes que habían sobrevivido a tantas crisis religiosas ya no gritaban cada vez que se acercaba otro monstruoso Cristo: simplemente lloraban, y masticaban polvo y arena. Eran conscientes de que esos crucifijos les permitían llegar cada vez más arriba, y los aceptaban sin dudarlo. Pero en el fondo se preguntaban si valía la pena seguir limpiando la ropa con todo el polvo que flotaba en el aire.