Crítica: La religión de mi tiempo, de Pier Paolo Pasolini, por Nórdica Libros

Publicada a Llegir en cas d’incendi el 10 de juny de 2016

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Poliédrica y de enorme envergadura, la obra de Pier Paolo Pasolini avasalla por las múltiples inclinaciones que desarrolla. A primera vista, su catálogo de películas tiene poco que ver con su obra poética, que a su vez parece no tener demasiados puntos de contacto con los volúmenes dedicados a la teoría. Pero a medida que se acumulan las horas detrás de páginas e imágenes, uno se da cuenta de que siempre encontramos a Pasolini hablando directamente, sin intermediarios. El autor convierte cualquier lenguaje en mensaje, trabajándolo a su manera y obteniendo de los varios medios distintos resultados; esto no deja de ser muestra de la diversidad de objetivos que Pasolini se marcó a lo largo de su vida, pero también de su gran habilidad para transmitir la preocupación con la que él vivió cuestiones muy variadas que afectaban a la Italia de su tiempo.

Las cenizas de Gramsci, poema que define el panorama posterior a la muerte de uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, abre los volúmenes que las editoriales Nórdica (en castellano) y Bromera (en catalán) le dedican a la poesía de Pasolini. La selección incluye poemas de los años 50, 60 y 70 y permite comprobar a la perfección su evolución estilística, especialmente el giro que dio el autor a partir de la década de los 60. Si años antes Pasolini escribía atrapado por  la historia, la política, la falta de esperanza en el comunismo, la pobreza de la clase baja italiana y su homosexualidad, a partir de la década siguiente parece encontrar una vía de escape. El punto de inflexión se dará en el poema La religión de mi tiempo (que da título a la edición de Nórdica), donde el tratamiento del lenguaje por parte de Pasolini cambia, pero donde también se transforman los temas sobre los que reflexiona.

La “primera etapa” de su poesía la podríamos presentar en paralelo a Accattone (1961), film inspirado en novelas previas del autor como Ragazzi di vita (1955) y Una vita violenta (1959), y tomaríamos como referente a Las cenizas de Gramsci. En ella se presenta la imposibilidad de elegir qué vida llevar, la supeditación del individuo al camino que el destino ha decidido para cada cual. En una Italia desolada por la posguerra, la miseria es lo único que se da por sentado: se ha convertido en un país que ha perdido su historia, donde la humanidad vive en obligado y constante trabajo, pero sin vislumbrar nunca el futuro. A pesar de haber crecido en un entorno burgués, Pasolini también se ve fuera de la historia, desheredado del poder que esta otorga. Y es que en eso reside la desesperanza: el saber que la posibilidad de cambio viene del pasado, de la configuración previa con la que nace cada cual, y no de la actividad que el individuo es capaz de llevar a cabo.

Pasolini, consciente de su pasado, se pregunta: ¿cómo vivir sabiendo que se ha perdido lo que daba sentido a la vida? El artista italiano no puede comportarse como los demás: no se permite vivir en el estado inconsciente que él llama “zumbido de vida”, ya que eso imposibilita cometer errores (es decir, existir) al no tener consciencia de los propios actos. Pero todavía es temprano para que el artista pueda dar un paso hacia el futuro: no dispone de las herramientas necesarias para vertebrar lo que será su discurso vital. Pasolini deberá encontrar el material a partir del cual posicionarse, y lo forjará en la disección de instituciones icónicas del pasado de Italia y del suyo propio.

La Iglesia es una de las primeras figuras en caer, al ser acusada de proteger solamente sus intereses. La religión se convierte en víctima colateral de la disputa, pasando del ámbito público al privado, y al quedar separada de lo comunitario pierde todavía más relevancia al quedar absorbida por el capitalismo. Pasolini atribuye al sentimiento de posesión, al concepto de propiedad, la pérdida de pureza del individuo: argumenta que es mediante el miedo a no tener comida, a nunca poseer suficiente, cómo la ruindad se instala en el corazón de las personas. La Iglesia, al obedecer los instintos provocados por ese miedo, termina corrompiendo el valor de la religión. “Pobre de quien no sabe que es burguesa esta fe cristiana”, dirá Pasolini.

Todos los símbolos históricos serán diseccionados, todo aquello referencial destruido (el poeta italiano terminará gritando “LOCA LA IDEOLOGÍA LOCA LA IGLESIA”, pero mencionará también artistas, personajes históricos, grupos de poder); lo único que quedará sin tocar será el individuo, y Pasolini intentará constituir éste como punto de partida para un nuevo vivir. Su posición ya no será únicamente rechazar ese “zumbido de vida” que tanto criticaba, sino entender que lo que valora de cada ser, su existencia original y pura, deviene poderosa al situarse en negativo ante todo lo demás. Estimulado por la voluntad de cambiarlo todo, pero conocedor de sus límites, el poeta toma consciencia de su particular energía, a la que llamará “desesperada vitalidad”, y la construcción de sus textos devendrá más visceral, despierta, contrastando elementos y rompiendo las estructuras poéticas presentes en su etapa previa: la desesperación tomará cuerpo y forma en el propio texto.

Pero el camino de Pasolini parece topar con un obstáculo: se da cuenta de que la riqueza de cada individuo no es suficiente para conectar y sustentar un universo. Como anuncia el último volumen de poemas incluido en el libro, hace falta Transhumanar y organizar, y durante el proceso mencionado, la vitalidad desaparecerá ante la desesperación. El pesimismo del artista tomará las riendas de sus poemas, mostrando más que nunca el anhelo de todo aquello que no puede tener en vida. Llegará incluso a afirmar que su revolución individual, su actitud vitalista, no es más que producto de su entorno, y que por tanto solo ha hecho lo que debía hacer, revolucionar lo que sus circunstancias han decidido por él: la libertad del individuo supeditada, de nuevo, a lo global.  Para romper el pasado se tiene que mantener en él, “la autoridad (…) como nodriza del poder que te ha querido contra el poder”. Y el lamento por lo perdido será mucho más que nostalgia y resentimiento, será volver a preguntarse qué es la vida, qué puede sacarse de ella: “¡oh muchachos desdichados que habéis visto al alcance de la mano una victoria maravillosa que no existía!”.

Pero no todo es amargura en Pasolini: la riqueza de temas que trata y el cúmulo de emociones que suscita con sus poemas trasciende con mucho lo que cualquier lectura reduccionista pueda constituir. Las palabras que dedica a su madre, a Ninetto Davoli, a sus años de juventud… son testimonios de un ser humano que se esfuerza por entender qué se puede encontrar sobre la faz de la Tierra, qué hay de especial en la humanidad para que sea receptora de la chispa que le permite creer en un futuro mejor. Pero tal y como decía Abel Ferrara en su última película (Pasolini, 2015), la esperanza será gratuita o no será. Así pues, debemos entender los conflictos del artista como algo inherente a la condición humana, pero con el valor añadido de que a partir de ellos fue capaz de ofrecer una visión única, irrepetible y cabal de su propia existencia, un referente en el que, a pesar de sus aristas, confluyen exquisita sensibilidad y fuerza descomunal.

Pasolini movió montañas con sus ideas: con los completísimos volúmenes que presentan Nórdica (La religión de mi tiempo) y Bromera (El plany de l’excavadora), podremos entender mucho mejor qué hizo y por qué. Quizá podremos incluso escapar de ese “zumbido de vida”, aunque sea para desesperarnos, pero también para llegar al amor incondicional, para buscar lo auténtico que se encuentra en nuestro interior. Con esta lección de vida, lo humano aparece de forma pura, y de qué manera. Pasolini caballero de la esperanza, defensor de la honestidad; Pasolini como sirviente de todos nosotros, ¿y qué es eso sino un verdadero rey?

Crítica: Velázquez. Vida, de Bartolomé Bennassar, por Cátedra

Publicada a Llegir en cas d’incendi el 4 de juny de 2015

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Deambular por los pasillos de El Prado somete al visitante a muchos y variados embrujos, pero hay pocos que puedan rivalizar con la carga existencial y física que derrama sobre sus espectadores la obra de Diego Velázquez. Enfrentarse a la realeza montando a caballo, a los bufones de la corte, a Marte, Ésopo y Menipo, o al Cristo Crucificado, implica impregnarse del peso que esos personajes llevan a cuestas, involucrarse por accidente en su vida y asumir sus consecuencias; así de intenso resulta el realismo del pintor sevillano, algo todavía más intrigante debido al insuficiente conocimiento que se tiene de la vida de éste.

Cátedra ha reeditado la obra que el historiador francés Bartolomé Bennassar dedicó a Velázquez, pero a diferencia de optar solamente por el análisis de su obra artística, Bennassar realizó un estudio transversal de todos los ámbitos de la vida del pintor. Es por eso que la lista de trabajos de la que partió para realizar la obra es también pluridisciplinar, incluyendo informes médicos, tratados de arquitectura, inventarios, estudios de la figura del rey Felipe IV, dotes otorgadas o misivas donde lamenta la lentitud en el pago por servicios realizados. A pesar de todo eso, no obstante, y como ya hemos dicho, el intento de reconstrucción de la vida de Velázquez sigue teniendo muchas lagunas. Casi nada se sabe de su juventud, de la relación que el pintor tuvo con su mujer, Juana Pacheco, o del segundo viaje que el artista realizó a Italia, a fin de traer obras de arte de primera categoría para las estancias reales de Felipe IV.

Bennassar estructura el libro de modo cronológico, ofreciendo lecturas e interpretaciones muy detalladas de varios eventos de la vida de Velázquez, pero sin entrar en la profundidad necesaria como para constituir un volumen científico. De aquí que Bennassar también opte por un enfoque mayormente continuista, ofreciendo su propia interpretación de los descubrimientos realizados por un número extenso de expertos en Velázquez, conservando siempre el enfoque hacia la figura del pintor como hombre. También tenemos que decir que para los amantes de listas y la catalogación el libro ofrecerá material suficiente a la hora de describir espacios, ropa y pintura como para poder hacerse una idea clara del entorno en el que vivía la familia del artista y su taller.

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Pero el gran protagonista de la obra, además del propio pintor, es la pasión que muestra Bennassar a la hora de retratar la rápida evolución de la carrera del genio sevillano, mezclando con gran destreza lo que se conoce seguro de la vida de éste, lo que se ha interpretado hasta la fecha, lo que sería coherente que hubiera sucedido y lo que el propio historiador desearía que fuera cierto. Para semejante menester usa un estilo claro, directo, con tono amigable que le permite lanzar preguntas al aire, afirmaciones y declamaciones al lector, e incluso ciertos instantes íntimos en los que parece que Bennassar se está escribiendo para él mismo. Pero tratándose de un texto divulgativo esto contribuye a contarnos tanto de Velázquez como sobre el propio escritor, convirtiendo las partes del libro que quizá sean más áridas (los catálogos e inventarios) en apreciados oasis de soledad, marcando un buen contrapunto a la humanidad desbordante de todas las demás secciones.

Es ese aspecto humano que permite al escritor contar con gran detalle, por ejemplo, la influencia de Francisco Pacheco, artista establecido  en la Sevilla del siglo XVII, y que aceptó tomar a un jovencísimo Velázquez como aprendiz, o la relación tan duradera y compleja que el artista tendría con el rey de España, Felipe IV, que fue profundo admirador, amigo en busca de consejo y protector oficial del pintor.

El arte de Velázquez también ocupa una parte importante del volumen. Más allá de los análisis de las obras, que los hay, pero no en profundidad suficiente como para que resulten sorprendentes, lo que sí que vale la pena destacar son los espacios dedicados a los cambios en la percepción histórica de la obra del pintor, o cómo sucesivas generaciones aprecian y valoran el mérito del sevillano a partir de parámetros distintos. Bennassar no ahorra tinta en establecer que, a día de hoy, una de las grandes victorias del pintor y uno de los principales motivos de su gloria es la preponderancia del color sobre el dibujo. Afortunadamente, el volumen cuenta con reproducciones de algunas de las obras del pintor, y aunque al no tratarse de un análisis de la obra de Velázquez no hace falta que estén todas, sí que es muy recomendable afrontar la lectura del libro con un catálogo de las obras completas. Recomendamos, por ejemplo, el catálogo que Fernando Checa publicó en la editorial Electa el 2008.

Siguiendo con el cambio de aprecio constante hacia la obra de Velázquez, es especialmente emocionante el capítulo dedicado a la recuperación que los pintores franceses hicieron de su obra a raíz del entusiasmo incondicional de Manet, pero también la atención que otros pintores españoles (e incluso ingleses) de categoría como Goya o Picasso dedicaron al sevillano. Bennassar aprovecha para alabar también la técnica compositiva y la riqueza en el uso del pincel del pintor para contar en qué influyó ésta en la técnica pictórica de generaciones posteriores (y también en la de contemporáneos de Velázquez).

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Para concluir, solo me gustaría añadir que la diversidad y riqueza en detalles de un volumen como el presente contribuye, principalmente, a mantener y conservar la fascinación y el misterio de la obra de un genio de la talla de Velázquez. Son muchas las obras que por su complejidad y riqueza siguen siendo quebraderos de cabeza para los expertos, como el caso de la Venus del espejo, pero muy especialmente Las Meninas, enigma y obra cúspide de la pintura occidental, de datación compleja, título mutable y origen de innumerables interpretaciones. El capítulo que dedica Bennassar a esta obra maestra resulta iluminador, pero sobre todo fuente de atracción inacabable hacia una pieza que trasciende los bordes delimitados por su marco. Es en una obra como esta donde el peso de los personajes, sus cargas física y metafísica, devienen algo más, una profundidad llena de ritmos, donde el vacío deviene espacio, las figuras movimiento, la luz una sensación sólida. Es donde el peso deviene vida, materia al servicio de una fuerza trascendente.

Así pues, no dejen pasar esta oportunidad para aprender un poco más sobre la vida de uno de los mayores pintores de todos los tiempos y especialmente no olviden ir a visitar sus obras. Con el texto de Bennassar y los cuadros enfrente podrán revivir un período fascinante de la historia de España, de la mano de gente normal y corriente, a pesar de los títulos nobiliarios que los describían. Es una historia de derrota y victoria, de superación a pesar de las dificultades, pero es también la consagración del ingenio por delante de la acomodación, el trascender la historia personal propia para conquistar un terreno imposible: lo ambiguo, lo múltiple, lo no-particular; en definitiva, una herencia universal que fascina, y que convierte lo demasiado humano en demasiado relevante, en un embrujo que de tan intenso puede resultar asfixiante. Pero es mediante el perderse dentro del espacio de los cuadros que uno puede recuperar el aliento, para finalmente plantar cara a las dificultades de la vida. Velázquez fue un genio del del realismo pictórico, pero sobre todo fue humano, y eso es lo que convierte sus cuadros en mucho más que pintura. Como diría Manet, fue “pintor de pintores”. No se lo pierdan.