Meditación sobre Sandy

Un altar para el tormento; conforman su estructura entidades mutiladas, algunas reconocibles, otras irrecuperables. En él se mueven los condenados a trompicones – deshechos angustiados, sus gritos en homofonía inmisericorde. La melodía se diluye en el sonido, el texto es impreciso y banal. El altar, como conjunto, no es agraciado y nadie reconoce su existencia – quizás porque nadie lo espera. Sin embargo, poco hay ajeno a él.

El comienzo es desidia, informe, lejana a la realidad. Su núcleo es lo insuficiente del vivir, la carga de los horrores que vendrán. Lo privado llevado a lo común, a lo compartido, a lo popular, se presenta como condenación. Tres avisos cierran la presentación, con una sombra lastimera que languidece.

El agua inunda al poco, las palabras flotan y se mecen en ella. El desinterés se consume en su afirmación vacía, culmina en la práctica amorosa de lo barato y lo improductivo. La meditación sin fruto se presenta mediante una reflexión innecesaria, contaminando el espacio.

Le responde el reflejo de su desvarío, el dolor del contenido que no encuentra correspondencia, quizá porque nunca tuvo nada. Se despierta ante la negación. La comodidad del vacío se interrumpe, a pesar de todo, en lo extraordinario, bloqueando la huida de lo justamente liberado – no es posible escapar, aún cuando se desea otro camino. Estertores.

Se introduce un júbilo improcedente ante el reconocimiento de lo cautivo, una fachada despreciable y prescindible. La reafirmación sonora de la voluntad insuficiente, de nuevo en escena, tortura lo sensible. Indefensión y abuso. La mutilación provoca rechazo físico, y el amor, afectado por el dolor, se invierte. Celebración de la ignorancia y no reconocimiento del tormento, incluso entre dos individuos que sufren.

La insuficiencia se cierra con agonía inesperada; el resultado es atemporal.